martes, 23 de agosto de 2011

Galápagos: Observar, aprender y respetar

A más de recibir una repelada y de casi ser declarada persona no grata, la experiencia adquirida en Galápagos me enseñó que a pesar de sus problemas, las islas están protegidas por disposiciones muy estrictas.


Aquel día azulado todo parecía perfecto hasta que me sacudieron tales palabras: «¡Hey, deténgase, no haga eso! Si la hubiera visto el jefe de los guías, ya la habría sancionado prohibiéndole que vuelva a bajar del barco». Pero no les estoy brindando «arroz con menestra» -respondí con sarcasmo-. Sólo estoy dándoles unas gotas de agua fresca.

Y mientras retiraba velozmente mi termo del pico de Pepe y Hanz (como cariñosamente comencé a llamarlos), escuché las palabras finales del fotógrafo del barco: «Está prohibido domesticar a los animales. ¡Que quede claro!».

Ése fue el jalón de orejas que me gané aquel día a finales del año anterior, mientras concluía en Punta Suárez una casi apacible excursión por los encantos de la isla Española. Todo por ceder ante los encantos de dos pequeños pájaros cucuves que con simpatía nos recibieron en el muelle donde desembarcamos, haciendo sonidos y saltando de un lado a otro.


Nos siguieron la mayor parte del sendero de forma muy amigable, sin temer a los humanos. Luego los perdí de vista. Y después, como si alguien los hubiera llamado por celular para avisarles que nos íbamos, aparecieron nuevamente en el muelle mientras esperábamos los botes que nos recogerían para devolvernos al crucero.

Fue entonces cuando ocurrió ese bochornoso -pero pedagógico- episodio. Y es que a pesar de las reglas que nos dieron antes de iniciar la excursión (entre ellas, no alimentar a los animales), no pude resistirme a abrirles mi termo de agua para que esos cucuves beban. Mi excusa: Me dio pena verlos cómo picoteaban graciosamente el envase como diciéndome: «Cayena, porfis, tenemos sed».


Ya cuando regresábamos en el bote pensé: Afortunadamente existen reglas estrictas que protegen a estos animales. Y más fortuna es que haya personas responsables que las aplican. No puede haber tolerancia en aspectos de conservación.


Lecciones dictadas a plumazos

Hablar de Galápagos generalmente lleva todo el protagonismo a los mansos mamíferos y reptiles que podemos admirar en la mayoría de las islas «vacacionando» en la playa, sin ninguna preocupación, tomando el sol o una siesta, luciendo como si lo único que les faltara fuera la sombrilla y los lentes de sol.

Pero en Española fueron las aves las que más me entusiasmaron. Recorrimos aproximadamente dos kilómetros de sendero rocoso, donde apreciamos, fotografiamos y aprendimos sobre los pájaros y cómo pueden brindarnos lecciones de vida.

La sabiduría de la madre naturaleza no tiene límite. Es increíble cómo a través de unas aves puede enseñarnos lo importante que es la unión familiar y rol responsable que debe cumplir cada miembro. Los albatros son un claro ejemplo. Esas aves marinas endémicas de gran tamaño (unas 20 libras) pasan la mayor parte de su existencia en el mar. Sólo llegan a tierra firme para anidar y lo hacen exclusivamente en esta isla. Ambos padres incuban el huevo hasta que nace el polluelo y permanecen con él hasta que pueda alzar en vuelo, a excepción de aquellas veces que se ausentan para conseguir alimento.


Fue allí cuando me sorprendí al observar muchos de esos bebés gigantes con su pelaje afelpado, solitos y muy tranquilos, esperando con confianza el regreso de sus padres, lo cual puede tardar semanas porque los albatros encuentran su alimento –pescado y calamar– varios kilómetros mar adentro. A pesar de la espera los polluelos no dejaban de lucir gordos, rozagantes e instintivamente confiados con la seguridad del pronto reencuentro con sus progenitores.

Los piqueros de patas azules, íconos representativos de las Galápagos (hay también piqueros enmascarados y piqueros patas rojas), nos daban una lección de amor y fidelidad hacia la pareja, tal cual se jura ante al altar de Dios: «Hasta que la muerte nos separe». O mejor: «Hasta que la madre naturaleza cambie nuestros destinos».

Esas aves marinas, además de lucir muy simpáticas, son muy populares por su peculiar forma de apareamiento. Conocido como «baile del amor», en ese romántico ritual el macho escoge una hembra para cortejarla con una danza nada discreta que ejecuta alegremente con movimientos «sexies» y las alas abiertas. La hembra puede mostrar desinterés al inicio (cualquier semejanza con los humanos es coincidencia), pero lo lógico es que ella finalmente corresponda a su pretendiente al imitar el baile con que buscaron seducirla. Luego viene el apareamiento. Y finalmente una vida juntos, porque el instinto de los piqueros los lleva a guardar fidelidad a su pareja (cualquier semejanza con los humanos también sería pura coincidencia).


Nuestros últimos (y primeros) protagonistas alados de esta historia son los cucuves Pepe y Hanz, pequeñas aves terrestres de color gris y larga cola cuya naturaleza los lleva a ser curiosos y sociables, además de excelentes anfitriones. Ellos supieron hipnotizarme en pocos minutos, sólo con mostrar lo que yo interpreté como amistad, alegría o simple bienvenida que nos brindaba la naturaleza.

El carisma es un arma poderosa. Y no hay nada más carismático que alguien (incluso un animalito) que con habilidad, ingenio, arrojo y algo de picardía nos envuelve para lograr un fin, aunque sea para ganarse unas pocas gotas de agua fresca. Me gané una repelada por dejarme seducir, por interferir en su hábitat, por no dedicarme sencillamente a admirarlos. Pero ese merecido jalón de orejas me ayudó a aprender la lección completa.

Muchas gracias por haber sido estrictos conmigo.


Publicado en revista Transport, febrero 2010

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